Saúl Álvarez es un extraño en la derrota. Dos semanas después de haberse proclamado invencible, asegura no haber perdido y exige revancha.
Es la versión moderna e incomprendida del pugilismo mexicano. Moderado y calculador, el jalisciense se opone a los conceptos acuñados de una estirpe que históricamente combinó el sufrimiento y la gloria en una fórmula inequívoca de aprobación.
La derrota ante Dimitri Vibol no solamente representa el segundo tropiezo en la consagrada carrera del Canelo, sino también muy probablemente la oportunidad desperdiciada de haber mostrado esa pasta que reclama una afición acostumbrada a otra clase de hombres en el olimpo de sus ídolos.
El antaño nos recuerda algunas lecciones contundentes para alcanzar la idolatria.
El nocaut de Chávez sobre Meldrick Taylor sería menos recordado de no haber sido porque Julio César tenía la pelea perdida a segundos de que terminara. El último minuto de ese último round es la primera lección: el ídolo adora la adversidad.
Reforcemos el temario con una referencia obligada. La nariz rota de Márquez no hubiese permitido otro round en esa última pelea contra Paquiao. Viene la lección 2: el ídolo resuelve en condiciones de mártir, incluso cuando no hay más opción. Nocaut al sexto y ajuste de cuentas con el filipino.
Sobre el encordado, Canelo se ha acosumbrado a ser eficiente y conciso. Precisión calculada, la estamina racionada y racionalizada (no se abra ni en caso de ser necesaria). Talador constante, castigador efectivo, desinteresado por el cloroformo (la voz de Reynoso en su esquina previo al último round lo confirma: «ya no lo vas a noquear»).
Si gana, parece siempre dejar un hilo de posibilidad al oponente. Si pierde, es tan ajeno que no deja de celebrar. Una canción al lado de Diego Boneta lo muestra impecable en el antro, la misma noche de la pelea.
Lección número 3: un ídolo muestra su dolor.
Lejos de los estándares acostumbrados, Saúl Álvarez parece no sufrir. Si acaso su pálida piel enrojece un poco. La sonrisa inalterable, el bolsillo dominado. Nunca antes un boxeador había sido tan controlador de sus ingresos. Nunca antes un púgil mexicano pareció haber ganado tanto sufriendo tan poco.
¿Qué pensaría el Ratón Macías de la colección de autos del Canelo? ¿O de su poncho Dolce & Gabanna? Si el regocijo de don Raúl radicaba en el agradecimiento: «todo se lo debo a mi manager y a la virgencita de Guadalupe».
Saúl seguirá siendo el mejor del mundo, sin duda. Un ídolo imposible, quizás. Lo cierto es que el Canelo también podría ser el nuevo prototipo ejemplar de un deporte relacionado íntimamente con el sufrimiento. Priorizar la lucidez a cambio de ahorrarse unos cuantos intercambios sobre el encordado.
Periodista deportivo desde 2004. Creador del concepto multiplataforma Plan de Juego.
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